Recuerdos de mis Navidades

Navidades

La memoria nos juega malas pasadas. Unas veces esconde recuerdos entre las sombras del olvido, y otras, el pasado vuelve con una claridad diáfana.

Es curioso cómo pasa el tiempo y nos quedan retazos de lo vivido. Antes de que murieran mis padres me gustaba la Navidad, ese ideal de familia reunida, padres, abuelos, tíos, primos, hermanos, sobrinos. Aunque al final siempre había alguna fisura, pero merecía la pena. Al menos la mía.

Me encantaba el olor a jolgorio de todos juntos, de romper la rutina y que el ambiente fuese festivo. Había mucha comida rica, sobremesa, cartas para entretenernos, algo de alcohol y muchas ganas de reírnos.

Era una familia extensa y los abuelos fueron longevos. Tal vez esa fue la trampa, que me pilló de imprevisto cuando me quedé huérfana tan jovencita.

Y lo más sorprendente,  es que al evocar aquellos momentos,  no aparecen los regalos materiales (que los hubo en  la medida de las posibilidades de mi familia) como algo llamativo.

Sin embargo, recuerdo con enorme cariño cuando era niña e íbamos a buscar con mi padre para montar el belén. Cogíamos con mimo cortezas de árbol, verde para las lindes, piedras para marcar los límites y ríos de plata, por dónde flotaban los patos y los pescadores echaban la caña. Y para terminar todo espolvoreado con harina, que mágicamente daba sensación de nieve. De Navidad.

Las figuras del belén, la verdad que eran un poco variopintas, cada año  comprábamos alguna, había grandes y pequeñas, hasta de distinto material y textura. Y aunque yo no sabía todavía, atrapada en las costumbres y prejuicios de un pueblo pequeño, era un micromundo de lo que me encontraría después. La belleza de la diversidad,  si miramos con los ojos  de amor de una niña. Esa niña que siempre estará con nosotros, por mucho que intentemos no verla ni escucharla.

También me envuelve una nostalgia y ternura inmensa,  al rememorar cuando me enteré que los Reyes Magos  no existían, pero no lo dije. Me gustaba preparar con mi padre la cebada y agua para los camellos, íbamos a buscarlo y lo poníamos en la ventana. Junto a los trozos de turrón que  colocábamos con mi madre,  en una bandejita para los Reyes y algo de beber.

Miraba sus caras  y era el mejor regalo, la ilusión y desilusión compartida,  sin saberlo. Y cuando por la mañana iba a buscar corriendo lo que había en la ventana y bajaba maravillada. No solamente  era con los regalos, también con el juego que éramos capaces de crear entre los tres. Momentos de juego, robados a la realidad.

Lo curioso o quizás no, es que hablando con mi hijo, un recuerdo especial para él de la Navidad es cuando íbamos a buscar para montar el belén. Otro, más moderno, quizás más bonito estéticamente, pero igual de significativo.

No me atreví a preguntarle si él también jugaba a alargar la ilusión de lo que no es, y sin embargo, puede ser, si el amor está presente.

Elisa Peinado-Psicóloga en Zaragoza