Vivencias del coronavirus dependiendo de nuestras herramientas psicológicas

Coronavirus

El estado de alarma y las medidas de confinamiento entraron en vigor en España el 14 de marzo. Lo que parecía muy lejano –sucedía en otros países- llegó al nuestro. El COVID19 arrasó con nuestra vida cotidiana, falsamente estable y segura. Entramos en estado de incertidumbre y de schock, como individuos y también como sociedad. ¿Qué va a pasar? ¿Cómo nos va a afectar y más si somos personas de riesgo?  Las cifras de contagio y muertes empezaron a crecer exponencialmente y con ellas el miedo. Nuestros psiquismos entraron en juego, los de todos, no había distinción social, si emocional y mental. Empezamos a ver como las vivencias respecto al coronavirus eran diferentes, dependiendo de las herramientas psicológicas disponibles.

Lo que parecía impensable se convirtió poco a poco en algo cercano, como una capa gris y pringosa que se hubiese adherido a nuestra vida. Lo traumático llega así, sin previo aviso, sacudiendo lo establecido, a veces, hasta los cimientos. Cada uno lo fue metabolizando como pudo. La incertidumbre de algo totalmente novedoso e inquietante se impuso.  Nos empezó a preocupar nuestra salud, el  vivir la muerte de seres queridos a “distancia” sin posibilidad de acompañarse ni despedirse, la imposición  de no poder salir de casa y el transito rápido por calles desiertas, cuando lo hacíamos. Lo conocido como el sonido de la gente y los coches, fue sustituido por el futuro poco alentador  de muchos que vieron peligrar su estabilidad económica,  despidos innumerables, ERTES cobrados y no cobrados, familias totalmente quebradas. Tuvimos que pararnos y sentir lo que es echar de menos la piel y la mirada de nuestra gente, porque lo simbólico y el recuerdo alcanzan un tiempo,  las pantallas sustituyen, pero al final, son eufemismos del calor humano.

Y así se fueron pasando los días, a ritmo de las distintas fases del duelo, cada uno sintiéndolas y manejándolas como podía, atravesados por la tristeza, negación, rabia, culpa, momentos maniacos, pánico, impotencia, etc. Y poco a poco, se fue viendo cierto resplandor de salida hacia esa “nueva normalidad” de la que nos hablaban y nos  intentábamos imaginar. Los aplausos, los buenos deseos de que este tiempo sirviera de reflexión para valorar lo importante, se fueron desdibujando y entrelazándose con  mucha crispación sociopolítica. A la par que  un  deslizamiento entre un rechazo virulento a los posibles “contagiadores” rayando lo paranoico, hasta otros, pregonando  un “no pasa nada”, maniaco.

Y en ese transcurrir del tiempo entre lento y rápido, llegó el 28 de abril y el presidente anunció el plan de desescalada. Lo que para algunos fue un deseo convertido en realidad, un volver a vivir y a salir de esa parálisis socioeconómica que podía llevarnos al caos más absoluto.  Para otros fue un nuevo shock, volver a sobreadaptarse a la realidad externa, a las dificultades que se imponen al salir y relacionarse con los demás. En definitiva, abandonar la burbuja de seguridad.

Hoy ya podemos sentir el sol y el viento en la cara, ya no envidiamos a la gente que tiene terrazas grandes o verdes jardines.  Todos podemos salir  libremente a la calle, eso sí, mostrándonos y a la vez, ocultándonos  protegidos por mascaras de todo tipo y colores.  Mascarillas que se pueden quitar al sentarse en una terraza, ahí podemos mirar, reír libremente y sentir  la cercanía. Quizás demasiada  si pensamos en términos de contagio, pero igual necesaria para los que están. Otros,  todavía prefieren quedarse en casa por “precaución” y siguen saliendo para lo estrictamente  necesario, y muchos, no sé cuándo podrán dar sus primeros pasos hacia un mundo “el de fuera” que viven peligroso y mortífero.