Pesadillas en los niños, intentos de elaboración del sufrimiento
Alfonso se despertó aterrorizado otra noche más, con dificultades para discernir si el sueño era real o no. Abrió los ojos, con el corazón desbocado como si se le fuese a salir por la boca, todavía sentía en su piel el sudor frío, mientras revivía lo que había soñado:
“Alguien había entrado por la ventana de la cocina, no lograba ver con claridad cómo era, la silueta se desdibujaba entre las sombras de la noche. Era como una mancha pringosa, que se iba acercando a la habitación de mis papás. Sentía que iba a matarlos. Quería impedirlo, chillar, hacer algo… ¡pero estaba paralizado! No podía moverme, ni siquiera me salía la voz, aunque hacía esfuerzos sobrehumanos”.
Necesitaba ir al cuarto de sus padres, verlos, comprobar que estaban bien. Pero ya sabía lo que iba a pasar, se enfadarían otra vez por ir allí y despertarlos. Empezó a llorar sin poder evitarlo, se sentía impotente ante semejante tumulto de emociones. Hasta que escuchó las pisadas de su madre acercándose y en ese momento se sintió salvado. Alzó las manos hacia ella, mientras su llanto y palabras entrecortadas rompían el silencio. Se dejó abrazar y calmar por los susurros de mamá. Para Alfonso ya no había rastro de la rabieta que tuvo por la tarde, ni de cuánto enfado le producía que Sara “la bebé”, se llevara todas las atenciones…. La mamá sí que la recordaba y aunque estaba cansada, pensaba en lo difícil que estaba siendo para él transitar todo.
Todos somos cajas de resonancia de lo que nos va ocurriendo, que se engarza inexorablemente con las cicatrices ya surcadas por dolores que nos fueron dejando huella. Pero no todo está escrito, hay personas que han tenido vidas terribles en apariencia, pero poseen una buena “caja de herramientas mental”(1) para manejarse emocionalmente van surfeando, aunque alguna ola no esperada les haga a veces desequilibrarse.
A los niños les ocurre igual, la vida les produce también efectos, solo que ellos no tienen todavía la capacidad de digerirlos ni entenderlos. Nos necesitan para poder constituirse psíquicamente y elaborar el sufrimiento. Sin un adulto que les cuide sería imposible sobrevivir y sin un buen acompañamiento, cuidado y contención, impensable vivir con cierta plenitud.
Lo que le ocurre a Alfonso es muy frecuente en el día a día. Chicos que no quieren irse a dormir a su dormitorio, que piden una luz y que la mayoría de las noches acuden a la cama de los padres buscando refugio de sus temores. Los sueños, incluidas las pesadillas, se construyen en un baile particular entre consciente e inconsciente. Es decir, se ponen en juego asuntos sucedidos durante la vida cotidiana que de alguna manera les han impactado (deseos insatisfechos, frustraciones, situaciones traumáticas, etc.) y se entrelazan con aspectos más inconscientes, como lo reprimido, lo no nombrado y lo no pensado.
A través de la viñeta clínica podemos comprender el mundo interior de Alfonso y así entender su pesadilla. Tiene cuatro años, le ha tocado vivir una pandemia y ha tenido una hermanita. Y aunque desde fuera esto no parezca extraordinario, se le están moviendo muchas cuestiones. A esta edad él tiene que resolver no ser el centro del mundo y aceptar que es uno más y que el quererlo mucho, no está reñido con que hay límites que no puede traspasar. Por si fuera poco, ha nacido su hermana que por momentos le transmite mucha ternura, como un peluche, pero que otras no puede soportarla, la estamparía. Él está aprendiendo a elaborar psíquicamente todo lo que le está sucediendo y una de las formas es a través de los sueños. Es un proceso doloroso que le va a hacer sufrir, por lo que hay que acompañarle para que pueda integrar sus impulsos agresivos, sus regresiones y su conmoción emocional.
Como padres más o menos estables, es importante poder comprenderlo como un transcurrir natural de la vida, inherente al crecimiento y a la individuación. Ayudarle a metabolizarlo, dándonos cuenta de lo doloroso que es para él perder su lugar, compartir con la hermana el cariño familiar. Y entender que hay momento en los que se enfada mucho, no puede digerirlo y querría hacer (nos) daño.
El niño proyecta esa agresividad en los padres, sin ser consciente y luego se siente fatal, culpable. Y ahí, es importante la actitud de los padres, poder contener sin dramatizar. Acompañarle como hace la mamá, que aunque está agotada, empatiza con su hijo. No lo deja solo con su miedo, pero tampoco lo mete en su cama. Le ayuda a confiar en que le quieren, pero también le permite que desarrolle sus propios recursos para ir superando todo lo que le sucede.
Pero hoy en día, se añade otro factor preocupante a pensar: ¿Cómo poder sostener a los niños si nosotros los adultos andamos de medio lado? Toda la sociedad, todo lo conocido que funcionaba como pilares para ellos, están impregnados por el COVID (esa “mancha pringosa” de la pesadilla de Alfonso que le aterrorizaba que pudiera matar a sus padres). Y aquí vemos varias cuestiones, ya que los niños también están impactados ante lo que ocurre. Tienen miedo a perder a sus padres, para ellos lo son todo. Unos padres que también están temerosos y desbordados ante lo que está ocurriendo. ¿Cómo vamos a cuidar a nuestros hijos si necesitamos curar nuestras heridas? ¿Cómo darles una seguridad y confianza en el futuro, si el horizonte se desdibuja para nosotros también? ¿De qué modo poder atender sus cosas, sus juegos, sus rabietas cuando vamos justos de energía y cualquier cosa puede desbordar el vaso de nuestra paciencia? Pues, aunque no siempre sea sencillo o podamos estar agotados, estando presentes de la mejor manera posible intentando conectar emocionalmente con sus cosas y sin grandes exigencias con nosotros mismos. Siendo “padres suficientemente buenos”(2), nada más.
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